Hubo un tiempo primero que toda la Sierra del Pillahuincó, estuvo habitada por innumerables tribus Pampas. Eran los dueños naturales de la tierra.
Pillan, el gran Dios de la montaña moraba en las cumbres de las sierras que hoy vemos al este de Sierra de la Ventana.
Regía en su omnipotencia la vida de los pacíficos indios, cuyas tolderías estaban diseminadas a todo lo largo del Arroyo Pillahuincó y del río Hueyque Leufú (Río Sauce Grande).
La tierra, madre de todas las cosas, se prodigaba en frutos, generosa y fecunda. Las aguas cristalinas de los arroyos, calmaban la sed de los Pampas y les proporcionaban peces para su alimentación.
Los valles, con sus antiguos sauces, ofrecían reparo y protección frente a las inclemencias del tiempo.
Cuentan las viejas historias, de los viejos abuelos, que así pasaron siglos donde todo era armonía.
Pero una noche, en que el sol se puso rojo y amenazador tras los cerros, llegaron los conquistadores con sus rayos de fuego y su furia.
No eran dioses blancos, eran los nuevos amos de la tierra; eran un futuro de muerte que avanzaba implacable, como una nube negra sobre el desierto.
Las misteriosas armas de los guerreros sembraron el horror de las Sierras. El espanto se había apoderado de los indios que trataban de huir cruzando la pampa, o escalando las sierras. Pero todo fue inútil. Uno a uno fueron cayendo, ellos, sus mujeres, y sus hijos.
La tribu del Cacique Cañigan, habitaba más o menos donde ahora se levanta la ciudad de Príngles. Sus hombres se apostaron en la vera del arroyo, y decidieron ofrendar sus vidas a la tierra, oponiendo toda su resistencia, antes que emprender la huida.
Los fusiles de los invasores, hicieron sentir rápidamente su superioridad. Rodeada ya la tribu, el cacique Cañigan fue atado, como escarmiento, al tronco de un viejo sauce que mojaba sus raíces en el agua.
Ante sus ojos, llenos de dolor e impotencia, fueron fusilados todos los hombres y mujeres de su tribu. Por fin, un disparo puso terminó la vida de cacique, último baluarte de la raza pampa de esta tierra.
La sangre del jefe indio y de su gente, cayó a las aguas del Pillahuinco, que esa noche espejaron tan sólo una luna roja. La corriente regó las riberas con esta savia humana, y se llevó hacia el inmenso mar, los poderes del gran Dios de la montaña.
Cuando el nuevo día doro con su luz la región, los conquistadores blancos comprobaron atónitos que los cuerpos de Cañigan y de su tribu, habían desaparecido mágicamente. Nada quedaba de ellos. En su lugar habían crecido unas plantas acuáticas de hojas grandes y muy verdes, con bellísimas flores arracimadas blancas y amarillas, nunca vistas.
Estaban diseminadas a todo lo largo del arroyo. Eran los indios transformados ahora en achiras silvestres, prendidos para siempre a la tierra, por fidelidad a su legado.
Desde entonces, todas las primaveras crecen estas plantas, radiantes de belleza, a orillas del Pillahuincó, cuyo significado es precisamente “Arroyo de las Achiras”.
Y cuentan también la viejas historias, que los viejos abuelos sabían sentenciar:
«Viajero, cuando cruces el Pillahuinco, detente un momento frente a las achiras, y deja un pensamiento o una oración, cualquiera sea, en memoria de los que fueron».
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